Se entiende así que las unidades carcelarias
cuentan con patios a cielo abierto, donde los presos pueden
recrearse, hacer ejercicio o recibir la visita de sus familiares.
Allí las celdas cuentan con iluminación natural y aireación
adecuada. Se entiende además, aunque muchas veces esto no
es exacto, que las mismas celdas tiene el mínimo
mobiliario para una vida decente, como cama, mesa y
silla.
Muy diferente es la situación en los calabozos de
las comisarías bonaerenses. Allí no hay luz natural, ni
ventilación. En épocas de verano las temperaturas
alcanzan muy fácilmente a los 50 grados. No hay mobiliario
alguno, por lo que el preso debe comer y permanecer las 24 horas
en el colchón tirado en el suelo.
Son lugares húmedos, llenos de insectos y
enfermedades. Las
cucarachas abundan, así como también las
enfermedades de la piel, como los
hongos y la
sarna. Los piojos son moneda corriente, están
siempre.
El permanente hacinamiento que en los calabozos de las
comisarías genera, necesariamente, un índice de
conflicto
mucho mayor y una virulencia en las disputas de la convivencia,
que no resultan fácilmente creíbles fuera de la
detención, y en especial para las personas que
jamás han pasado por una experiencia tal, o
afortunadamente nunca han tenido un familiar preso.
Una problemática muy seria, en las
comisarías bonaerenses la constituye la necesidad de los
detenidos de entrevistarse con sus abogados defensores, y de
estos últimos en entrevistarse con aquellos, para
necesariamente conocer su estado de
salud, y
diagramar el correspondiente esquema de defensa.
Así, en las comisarías no existe un lugar
apropiado para esta entrevista que
por su propia naturaleza
debe ser privada y ajena a los oídos de los otros
detenidos y del propio personal
policial.
EL CASO
MIÑO. CELOS, CALABOZO Y MUERTE
Recuerdo en una oportunidad, haber defendido a un
muchacho de clase media,
casi alta, que se encontraba detenido en la comisaría de
Gregorio de Laferrere, por el delito de
lesiones graves. Concretamente, unos días atrás,
había apuñalado, en varias partes del cuerpo, al ex
marido de su actual pareja. La riña se había
generado por problemas de
celos. En un primer momento, el juez había rechazado la
excarcelación del imputado, pero luego la Cámara de
Apelaciones, ordenó la inmediata libertad de Ramiro
Miño.
Los padres del muchacho constituían una pareja de
pujantes emprendedores del Partido de La Matanza, en el sentido
de tener varios comercios, tales como supermercados de barrio, y
una cadena de carnicerías, con una facturación
importante diaria. En resumidas cuentas, estaban
en muy buenas condiciones económicas.
La problemática de desató cuando los
demás detenidos de la comisaría tomaron conocimiento
de la actividad que desarrollaban los padres de mi defendido, y
de su solvencia económica.
Desde ese mismo instante comenzaron a amenazar al
detenido y a su familia,
extorsionándolos y exigiendo que los padres les llevaran,
a la comisaría, cantidades enormes de alimentos,
así como también sabanas, jabones, desodorantes,
cigarrillos, etc. Todo esto a cambio de no
lastimar al detenido Ramiro.
Es decir que la exigencia de la extorsión se
resumía en no hacerle nada malo, a cambio de que los
padres mantuvieran a todo el calabozo muy bien
alimentado.
En un primer momento, los presos intimidaron a
Miño, de tal manera que cada vez que la madre le llevaba
la comida, él le pedía mercadería en forma
abundante, y veinte cartones de cigarrillos diarios. La madre no
entendía la razón, hasta que un bien día,
para despejar dudas, la concubina de otro detenido se hizo
presente en la casa de la familia
Miño, a poner las cosas bien en claro. Así se
refirió: "Mi esposo esta detenido en la comisaría
junto con su hijo, si usted no lleva todo lo que su hijo le pide,
puede ser que no lo vea más con vida. Sabemos que usted
puede, para eso tiene mucha plata."
A los pocos días el joven Ramiro Miño,
recuperó la libertad, recién entonces, la madre se
animó a contarme lo que había estado pasando. Me
dijo que no me lo había manifestado antes por miedo a la
vida de su hijo, pues aquella mujer
también le hizo saber que nadie, en especial el abogado
que lo entrevistaba semanalmente, debía enterarse de la
exigencia.
La historia siguió con
11 robos a mano armada en los distintos locales comerciales de la
familia Miño, en las localidades de Gregorio de Laferrere,
González Catán, Rafael Castillo, Isidro Casanova y
San Justo. Hasta terminar con un trágico desenlace, pues a
dos meses de haber recuperado la libertad, Ramiro Miño fue
secuestrado en la puerta de su casa, la familia no llegó a
reunir la suma de dinero
astronómica que los secuestradores exigían para la
liberación, y dieron aviso a la policía.
A los pocos días el joven apareció muerto
con un disparo en al nuca, en un descampado de Villa Tesei, en el
Partido de Hurlinghan, a pocos metros de la Av.
Vergara.
La investigación policial y judicial
llevó a la detención de dos personas, los autores
del crimen, hermanos entre sí, de apellido
Soria.
Ellos, los Soria, tenían un primo que
había estado detenido en la comisaría de Gregorio
de Laferrere, con el joven Miño.
A través del libro de
visitas de los detenidos se pudo constatar que los hermanos Soria
habían visitado en tres oportunidades a su primo, cuando
Miño compartía el mismo calabozo.
Luego de la detención de los hermanos Soria, la
madre de Ramiro, reconoció a los dos hermanos como
aquellas personas que días antes del secuestro de su
hijo habían estado merodeando en los alrededores de su
casa.
Los Soria fueron juzgados y condenados, en juicio oral,
a prisión perpetua, por el delito de secuestro extorsivo
seguido de muerte. Hoy
cumplen su condena, uno en la unidad carcelaria de Lisandro
Olmos, y el otro en Sierra Chica.
Su primo recuperó la libertad, y a las pocas
semanas murió en un confuso episodio, cuando su concubina,
la que había ido a la casa de los Miño a hablar con
la madre de mi defendido, aprovecho la circunstancia de que
estaba dormido, para rociarlo con nafta y prenderlo
fuego, en una villa de emergencia de San
Martín, ubicada en la intersección de la ruta 8
y la Av. Márquez.
Durante muchos días, se registraron en la casa de
la familia Miño, un sin número de llamados
telefónicos anónimos, a través de los cuales
se pretendía resposabilizar a la familia Miño, por
la "desgracia de los Soria", y se les exigía la entrega de
una importante suma de dinero, en dólares, a cambio de no
secuestrar a otro de los hijos.
La familia Miño terminó abandonando, su
casa, y todos sus comercios, y se fueron del
país.
EL CASO
ACEVEDO
Un caso algo similar al anterior, y que se registra cada
vez con mayor frecuencia, es el padecido por un defendido
mío de apellido Acevedo, quien fuera alojado, en un
principio, en la comisaría de Ramos Mejía, acusado
de comercializar estupefacientes. Concretamente cocaína.
Acevedo era, tal como se demostró, en el juicio
oral, un consumidor
habitual de aquella droga. Los
tiempos morosos de la justicia
hicieron que sujeto permaneciera, durante 10 meses detenido, para
ser liberado en el juicio oral, tras una larga jornada de
debate. Los
jueces llegaron a la conclusión de que Acevedo
jamás había comercializado droga alguna, y que
sólo se trataba de un consumidor que necesitaba de un
adecuado tratamiento médico para superar esa lamentable
situación.
Los delincuentes que se dedican a "la pesada", es decir
los que se especializan, por ejemplo, en robos con armas ó
secuestros extorsivos, experimentan, tal vez por tradición
familiar, un especial y pertinaz rechazo hacia los vendedores de
droga. Entienden así, que el comercio
prohibido de estupefacientes, debe estar reservado exclusivamente
para las mujeres, y que los hombres que se dedican a eso, son
cobardes que no se animan a empuñar un arma y secuestrar
una persona. No
admiten la facilidad con que los vendedores de droga ganan
dinero, muchas veces casi sin despeinarse.
Pero curiosamente, para los delincuentes de "la pesada"
que no aceptan el comercio de las drogas
desarrollado por lo varones, sí aceptan el consumo de
estupefacientes, en especial dentro los lugares de
detención, sea en comisarías o unidades
carcelarias. El problema, para ellos, es la provisión de
la droga.
Ni bien Acevedo ingreso a los calabozos de la
comisaría, los demás detenidos, le exigieron, a
cambio de su integridad física, que su esposa
les trajera cocaína, al día siguiente, que era el
día de la visita.
La forma y los artilugios con que la mujer de
Acevedo debía desplegarse para ingresar la droga sin que
la policía la detectara, iba a ser suministrada por la
mujer de otro preso, por lo que la esposa de Acevedo debía
comunicarse esa misma noche con un número
telefónico que su esposo le hizo saber en una carta cuando en
horas de la noche ella se acercó a la comisaría
para llevarle comida y un colchón. En la carta
decía: "Llamá urgente a este tel. y pregunta por la
paraguaya, hace lo que ella te diga, por que si no acá me
matan".
A propósito de esto último, la comida
nunca le llegó a Acevedo, durante los meses de su
alojamiento en esa comisaría, comió de las sobras
de los demás detenidos. Por otra parte jamás
durmió sobre el colchón, que fue directamente a
apropiado por el "jefe" del calabozo. Por el escaso espacio que
había allí, Acevedo dormía sentado en el
ángulo recto que forma la pared y el piso, durante 5
meses, hasta que fue trasladado a la cárcel de Villa
Devoto, donde ingresó al pabellón
evangelista.
Pero volviendo al tema de la droga. En esa
comisaría los días de visitas eran los viernes.
Durante 5 semanas la mujer de Acevedo cumplió
religiosamente con las instrucciones de la paraguaya, hasta que
un mal día una policía femenina le descubrió
la maniobra y le secuestró la droga, que estaba ya a punto
de ingresar a la zona de los calabozos. La mujer fue detenida y
puesta a disposición del juez de turno, nadie le
creyó su versión de las amenazas y
permaneció encarcelada durante un año y ocho meses,
en la unidad penitenciaria 3 de Ezeiza, también en el
juicio oral recuperó la libertad. Sin embargo cuando
dejó la cárcel, la esperaba una trágica
noticia que motivo su suicidio.
El hijo mayor del matrimonio
Acevedo de 14 años de edad, había ingresado al
mundo de las adicciones, al
igual que su padre. Sabía donde adquirir la
cocaína, pues el padre lo llevaba cada vez que compraba
para él mismo.
El niño, ya adicto a la drogas, y sin
dinero, se animó a empuñar un revolver que no
funcionaba y salir a asaltar a cualquier transeúnte con el
propósito de poder comprar
la cocaína.
Tuvo mala suerte, le fue a robar a un policía
vestido de civil, que dejaba el servicio en la
comisaría de Paso del Rey. El policía lo
mató, sin mediar palabras.
En la cárcel de Villa Devoto, Acevedo
conoció a varios delincuentes que se congregaban a la
sombra del evangelio. Uno de ello, también defendido
mío, se auto proclamó pastor del Ministerio
Carcelario de Cristo.
Además de predicar la palabra bíblica, se
dedicaba a recolectar almas vivas que quisieran
acompañarlo en las empresas
delictivas y criminales que se proponía al momento de
salir en libertad. El hombre era
"por naturaleza" un sicario, es decir un asesino a
sueldo.
Acevedo se convirtió en uno de sus más
fieles seguidores, primero dentro del penal y luego fuera del
mismo.
Al recuperar la libertad ambos se unieron en la
más siniestra logia criminal, aceptar dinero o promesas
remuneratorias para matar seres humanos. Al poco tiempo los dos
estaban nuevamente presos, acusados de tres homicidios.
Por mi parte entiendo que Acevedo, no era un delincuente
por sí mismo, formado hecho y derecho, por lo menos hasta
el egreso de la unidad carcelaria. La formación delictiva
que recibió muros adentro, jamás la había
conocido, ni siquiera imaginado en su mundo de consumidor
habitual de drogas.
El matrimonio Acevedo también tenía una
hija de 10 años de edad, con el tiempo supe que, ya mujer
joven, ejercía la prostitución en las inmediaciones de la
plaza de Constitución.
Acevedo fue finalmente sentenciado y condenado a
prisión perpetua, en este último proceso penal
yo no lo defendí, pero supe que se acreditó, en el
juicio oral su participación en los tres homicidios que se
le imputaban, todos cometidos por dinero pagado por aquellas
personas que no se animaban a asesinar al ser humano, y que por
alguna razón odiaban.
Curiosamente, uno de los muertos, resultó ser el
cuñado del pastor evangélico, cuya esposa
había ganado, hacía pocos días una suculenta
suma de dinero en el casino de Mar del Plata.
Hace pocas semanas ingresé a la sala de abogados
de la cárcel de Villa Devoto, para entrevistar a mis
defendidos, al mismo tiempo se me acercó un hombre canoso
y delgado como un esqueleto, aunque pulcro en su vestimenta, y
muy bien afeitado, me ofreció un café.
Con la vista baja, me dijo: "Buen día doctor, ya no me
recuerda, soy Acevedo".
LOS CASOS JUAREZ Y ARGAÑARAZ.
FAMILIARES DE POLICIAS.
Juárez era un humilde trabajador, de 20
años de edad, jornalero que juntaba las monedas, como
changarín en el Mercado Central
de Buenos Aires.
La vida lo había tentado y en un intervalo, no
muy lúcido, quiso arrebatarle la cartera a una mujer en
las inmediaciones de la estación tren de
Morón.
Hacía pocos días atrás, en la
Provincia de Buenos Aires, se sancionaba una nueva ley por la
cual el delito de robo simple en grado tentativa, como el que
había cometido este muchacho, no resultaba ser
excarcelable. Motivo por el cual Juárez quedo detenido,
algunas semanas en la comisaría de Morón
primera.
En la jerga carcelera, Juárez, no era más
que un "cachivache", es decir un tipo sin antecedentes penales,
pobre y trabajador, que se encontraba detenido por un delito casi
insignificante.
Si bien los demás detenidos, reincidentes, presos
"pesados" de larga trayectoria delictiva, no trataban mal a
Juárez, también fue cierto que éste no
gozaba de ningún privilegio, era uno más del
montón, a veces limpiaba los pisos, recibía las
bromas groseras de todos, y trataba de dormir la mayor cantidad
de horas que la circunstancia se lo permitiera, para abstraerse
de la realidad, como la gran mayoría de presos
primarios.
Sus días de mayor entusiasmo, eran los
miércoles, en los cuales recibía su única
visita, la de su hermano.
Valla uno a saber por qué extraña
circunstancia, los demás detenidos tomaron conocimiento
que el hermano de Juárez, era policía y que
prestaba servicio en la comisaría décima de la
Policía Federal Argentina.
Mal día para Juárez, por ser hermano de un
policía, "yuta", "cobani", "gorra", en el lenguaje de
los presos, comenzó a recibir reiteradas palizas a cada
rato, de ocho a diez golpizas por día. Todos "colaboraban"
para que el pobre Juárez, tenga "su merecido".
Cuando asumí su defensa, el personal policial, lo
trasladó a un calabozo de aislamiento, los golpes
terminaron, pero, según Juárez, comenzaron los
dolores, pues me confesó que tanta era la impotencia con
la que estaba viviendo que no había tenido tiempo para
darse cuenta de las lesiones que estaba padeciendo.
Juárez, era un joven sano, fuerte y ágil,
pero con una personalidad
frágil. Por supuesto que hubo algo más. Varios
meses después de recuperar la libertad comenzó el
tratamiento contra el sida, luego,
al poco tiempo, murió, por la misma tuberculosis mal
curada que contrajo en el calabozo policial.
Muchas son las razones que los presos no aceptan dentro
de las cárceles y calabozos. No aceptan a los violadores
ó "violines", desprecian y marginan a los vendedores de
estupefacientes ó "transas", y literalmente someten a los
vigiladotes privados ó "cubanitos", así como
también a los familiares de los policías, como le
ocurrió a Juárez.
Esto es una norma, que no está escrita en
ningún lado, como toda norma carcelaria, pero que se
respeta a raja tablas. Esto es así en las
comisarías o en las cárceles. Las miserias
carcelarias están en todos aquellos lugares donde hubiere
presos, en Capital
Federal o en cualquier provincia argentina, en especial en la de
Buenos Aires.
Así los presos, que tiene familiares
policías se convierten en los "mulos" de los demás,
es decir en sirvientes, coaccionados permanentemente, y con
riesgo en su
vida.
No importa la valentía que puede desplegar un
sometido, como Juárez, pues de la resistencia
deviene la pelea en forma automática, para luego pasar el
sometimiento sexual.
Pero las peleas jamás son, como se conocen
habitualmente mano a mano.
En el encierro carcelario el mano a mano más
"justo y equitativo" es de 10 contra 1.
Para la idiosincrasia carcelaria, esta muy bien visto
que un preso haya matado a un policía, ese es un
ídolo. También lo son aquellos que han terminado
presos, luego de un enfrentamiento armado con personal policial.
Los que han puesto en peligro su vida a costa de procurar el robo
de un banco, o de un
importante supermercado, constituyen un "buen
ejemplo".
Pero aquellos familiares de policías o del
Servicio Penitenciario, Gendarmería, Prefectura, o
militares, merecen lo peor de las miserias carcelarias, y
así se lo hacen padecer, siempre.
Recuerdo también un caso, del cual no
participé como defensor, de un hijo de policial
bonaerense, preso en la comisaría de José
León Suárez, no hace mucho tiempo.
El detenido, de apellido Argañaráz, ya
había sido sometido sexualmente en reiteradas
oportunidades, y obligado a confesar en qué lugar su padre
prestaba servicios, y
cuál era del domicilio de su familia.
Durante esos días, el padre del detenido se
angustiaba por lo que podría estar viviendo su hijo dentro
del calabozo de la comisaría. A pesar de todo, sus colegas
de José León Suárez, le decían que
nadie, en el calabozo, sabía que Argañaráz
tenía el padre que era policía. Lo cual era falso,
pues todos lo sabían desde el primer día de la
detención. Así se conduce el policía
bonaerense, se angustia de sus problemas personales, y se
regocija de los problemas de los demás, en especial cuando
se trata de un colega.
Un día, los presos avanzaron contra
Argañaráz, le dijeron que sus familiares ya
habían localizado su domicilio particular, donde él
vivía con familia, es decir sus padres, y su
pequeña hermanita de 3 años de edad. Le dijeron
también que si no hacía lo que ellos le
pedían ese mismo día iban a mandar a matar a su
hermanita. Argañaráz, accedió a la
petición, metió los pies en una palangana con
agua, y parado
tomo con ambas manos los cables pelados de una deteriorada
instalación eléctrica del cielo raso del calabozo,
y así murió electrocutado, ante la vista, con ojos
bien abiertos y las carajadas de los demás presos. Al
día siguiente, antes que la morgue judicial hiciera
entrega del cuerpo a los familiares, el padre se suicidó
con el arma reglamentaria, a través de un disparo en la
boca.
De todo esto se abrió una causa en los tribunales
de San Martín, con el objeto de investigar la muerte de
Argañaráz, quien había estado a punto de
recuperar la libertad.
Los detenidos declararon, ante el fiscal y el
juez, pero todos dieron explicaciones diferentes y
contradictorias, hasta que uno de ellos confesó la
instigación al suicidio de la que había sido
víctima Argañaráz.
El sujeto declaró que a nadie le importaba la
muerte del joven, si no que tan sólo estaban entusiasmados
y curiosos para ver de "que forma una persona moría
electrocutada". Ese mismo preso terminó alojado en la
unidad de máxima seguridad de
Melchor Romero, donde también existe un hospital
neurosiquiátrico para los presos de alta peligrosidad
social.
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